domingo, junio 02, 2013

El baguazo y las siete vidas de Alan García

Alan García le ha probado al país que tiene un afinado sentido de sobrevivencia. No se sabe cuántas de las vidas de sobra que recibió al nacer y al meterse en la política, se consumieron durante su primer gobierno a punta de matanza de los penales, estatización de la banca, shocks económicos, y qué cantidad ha malgastado en su segunda chance con FORSUR, petroaudios, BTR y por supuesto el baguazo.

Normalmente los presidentes no resisten una de estas. Pero Alan García es un gigantesco gato, ahora inflado como un globo, con más de siete vidas, que puede generar una matanza de 300 presos en un arranque o mandar policías a despejar una carretera de la selva repleta de nativos con lanzas y decisión de enfrentarse y provocar casi 40 muertes, y seguir ronroneando de lo más campante. 

El 5 de junio del 2009, las noticias llegaban en medio de una gran confusión. En la curva conocida como “del Diablo”, en la provincia de Bagua, lugar que permanecía tomado durante semanas por pobladores de varias etnias del alto amazonas que protestaban contra los decretos legislativos del gobierno de García que otorgaban facilidades para la expansión de la inversión en la selva, sin consideración de los derechos de las comunidades, se había producido un intento de desalojo que había desatado un enfrentamiento.

Yo estaba en un evento internacional en el centro de convenciones del Colegio Médico, cuando empezaron a circular las primeras informaciones. Don Isaac Humala me dijo cuando le conté lo que sabía de los que estaba pasando: cae el gobierno. Tal vez si fuera otro gobierno, pensé, pero no el de Alan García.

La noche anterior en un rapto casi calcado del que tuvo en mayo de 1986 cuando se enteró que el motín de los presos senderistas ensombrecía el Congreso de la Internacional Socialista que se inauguraba en Lima, bajo su presidencia, y  decretó que la recuperación de los penales se haría a sangre y fuego, el presidente carajeó a la ministra del Interior Cabanillas y a los jefes de la policía emplazándolos a explicar porque los nativos seguían en la “curva del diablo”.

El lo sabía mejor que nadie. Porque poco antes había lanzado sus teorías sobre el “perro del hortelano”, “los ciudadanos de segunda categoría” y la “nueva guerra fría en el continente”, por lo que estaba claro que había decidido que nadie le impediría poner al país en remate entre las grandes transnacionales. Lo que no contaba era con que los nativos salieran de sus pueblos y estrangularan las comunicaciones por varios meses, sin que el gobierno encontrara la forma de despejarlos.

El drama de la curva del diablo iba a ser la muestra de que los pueblos originarios del país ya no toleran el avance implacable de los grupos que buscan explotar sus recursos y llenarse de dinero a costa de la destrucción de sus formas de vida, su cultura y su entorno. Como siempre, García quiso escapar hacia delante de los problemas creados por él mismo. Y también como es usual el saldo de los exabruptos fue alto, altísimo, entre amazónicos, pobladores urbanos y policías. Sin contar la profunda herida en la confianza de la población peruana.

Nadie olvidará sin embargo que lo que García dijo fue que los responsables de lo que había pasado eran las comunidades y como gran prueba recordó que habían muerto más policías que nativos. Los grandes medios, cuando no, jugaron a cubrir al gobierno y a mostrar la conducta supuestamente “salvaje” de los amazónicos. Pero la gente no lo creyó lo que se expresó en una multitudinaria manifestación de protesta en Lima a los pocos días de la tragedia. Lo que había mostrado el baguazo era que para un Awajun o cualquiera otra de las nacionalidades de la selva era muy difícil entenderse como peruano.

Permanentemente olvidados de los servicios del Estado, constantemente amenazados por grupos de interés (madereros, petroleros, mineros, etc.), de pronto toman nota que se ha dictado una ley para que sus territorios se hagan aún más vulnerables. Entonces salen a una lucha vida o muerte, porque lo que se están jugando es la existencia. Cualquiera autoridad que entienda su cultura buscará dialogar con ellos y lograr algún entendimiento. Es lo que hacían los policías que custodiaban la “curva del diablo” y la estación del oleoducto donde ocurrieron las mayores muertes.

Pero García imaginaba estar enfrentando una protesta urbana que se rompe con bombas lacrimógenas o un bloqueo de vía en la costa, y creía que si subía la voz los nativos bajarían la cabeza como Cabanillas. Evidentemente no tenía ni idea de lo que estaba pasando y por eso ordenó atacar. Podía haber desatado una guerra mucho más larga y sangrienta con los nativos, pero ya lo que pasó con policías cercados en un cerro o los rehenes policiales ajusticiados en la estación porque se creyó que en la “curva del diablo” había habido un exterminio de indígenas, era una irrefutable consecuencia de los errores de García.

Cierto que a los días del baguazo el gobierno retrocedió en las leyes de la selva y que los ministros que estuvieron más expuestos al fuego de los acontecimientos se fueron de regreso a sus hogares. Pero ni García cayó, ni nunca reconoció su responsabilidad en tantas muertes que pudieron ser evitadas. El presidente con más de siete vidas ya estaba de lo más fresco los meses siguientes repartiendo proyectos entre sus amigotes, haciendo maniobras para salvar a Rómulo León y Quimper y enterrar los petroaudios, otorgando narcoindultos, etc.

Pero García sabe que dañó la relación entre el Estado y la población indígena, y que la próxima vez que se quiera ir contra sus derechos las tensiones será mucho más grandes. A cuatro años del baguazo es bueno no olvidar sus tristes lecciones.        

02.06.13

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